Foto: Captura de Vídeo
Han transcurrido treinta años desde que Diego (Jorge Perugorría) pronunció esta célebre frase del cine cubano. Treinta años desde el estreno de Fresa y Chocolate, y en el Coppelia ya no se encuentran esas maravillas.
Este emblemático filme, dirigido por Tomás (Titón) Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, celebra tres décadas de existencia. Aunque hoy en día las personas como Diego pueden formalizar su matrimonio y no enfrentan una marginación total en sus empleos, en Cuba aún persiste una considerable homofobia, reflejada en muchos Davids.
Fresa y Chocolate catapultó a Perugorría al estrellato, convirtiéndolo en un actor emblemático. El intérprete ha comentado en múltiples ocasiones que al entrar en el teatro Karl Marx para ver la película, era una persona, y al finalizar, se sintió transformado en alguien completamente diferente.
Puede parecer que se necesitarán otros treinta años para que Perugorría sea recordado popularmente por otros roles, aunque es posible que no haya personajes tan auténticos y sinceros en la trayectoria profesional del actor cubano.
Tras tres décadas desde que Cuba entrara en un “período especial” devastador, muchos Sergios aún continúan migrando, después de múltiples intentos, tras salir de su país, después de la aprobación de un Código de las familias, y tras la esperanza de que la situación en Cuba no pueda empeorar más de lo que ya lo ha estado.
No obstante, si se observa desde la otra orilla de la bahía, La Habana se presenta tan desolada, las Nancys parecen más melancólicas, aguardando a los Davids. Treinta años han pasado, y el carnet de juventud ya no significa lo mismo para muchos, que probablemente no ven valor en mostrarlo como símbolo de sus creencias.
Han pasado tres décadas, y los Rocos siguen vacíos y en duelo. Cada vez es más complicado organizar los “almuerzos lezamianos”, y a los libros de Vargas Llosa se han agregado otros que, aunque no están prohibidos, han caído en el olvido.
En estos treinta años, la sociedad ha evolucionado, y partir sigue siendo doloroso, pero ya no simboliza el final del trayecto cinematográfico, sino más bien un nuevo comienzo. Lo que sigue siendo crucial, al igual que en Fresa y Chocolate, son esos abrazos que se ofrecen y los que no se brindan a su debido tiempo. Esos abrazos que curan, que consuelan, que ayudan a conservar el recuerdo, y por los cuales vale la pena seguir buscando otras maravillas.