Iluminación navideña para una Habana en penumbras.

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Fotos: Roy Leyra | CN360

Al dejar Cuba, uno se enfrenta a la realidad de dejar atrás una vida entera para comenzar en un lugar nuevo, muchas veces desconocido. Sin embargo, este texto no busca ser un canto a la emigración. Hay innumerables escritos, investigaciones y relatos, todos tan variados como los emigrantes que los comparten.

Personalmente, los momentos más melancólicos de mi emigración suelen surgir durante ciertas celebraciones, y podría afirmar que la Navidad es la más dolorosa de todas. A pesar de que es una festividad que disfruto mucho, también es cuando afloran más recuerdos, despertando en mí una profunda nostalgia.

No entiendo por qué esta sensación no se presenta en mis cumpleaños, ni en los de mis padres o amigos, ni siquiera en aquellas ocasiones en las que más necesito su cercanía. A pesar de sentir una soledad implacable, un agotamiento mental extremo y una tristeza infinita, la Navidad es diferente.

La temporada ya se aproxima y el mundo comienza a brillar, literalmente. Este es mi segundo final de año viviendo fuera de Cuba, y he decidido celebrarlo con gran entusiasmo.

Este diciembre he adornado mi hogar. He iluminado cada rincón como si no hubiera un mañana para la electricidad. He comprado esferas, cintas, lazos, estrellas, renos, velas, manteles, un Belén, purpurina, Papá Noel, cojines, señalizaciones y hasta nieve artificial.

He aumentado algunos centímetros la altura de mi árbol de Navidad, recordando aquellos diciembre en mi hogar, al lado de mi madre y el mismo árbol desde que tengo tres años. Cada Navidad, que para nosotros a menudo comenzaba en octubre, seguíamos un ritual casi sagrado de montar el árbol. Cada año, mi madre intentaba adquirir algo nuevo: una esfera, luces, un lazo, cualquier cosa.

Era el momento que más disfrutaba durante el año. Junto con los demás momentos de la temporada navideña. No había un solo día en que regresara de la escuela sin detenerme a admirar nuestro árbol. Era nuestra obra maestra y había que disfrutarla plenamente.

En mi vivienda en La Habana ya no se monta el árbol; mi madre dejó de hacerlo una vez que mi hermana y yo abandonamos la isla. Para ella, la Navidad ya no es lo mismo, y me atrevería a decir que ocurre lo mismo para una gran parte de las madres cubanas. La Navidad en Cuba ha cambiado drásticamente hace ya varios años.

La última vez que estuve en La Habana, la oscuridad era abrumadora, y aún en aquel entonces los apagones no eran tan cotidianos como lo son hoy. Cada vez que salgo a la calle aquí, pienso en lo iluminado que está todo. Comparo. La Navidad en este lugar es, al menos para mí, excesiva.

Cuba no se ilumina en Navidad desde hace muchos años; apenas hay electricidad suficiente para cocinar, mucho menos para adornar balcones y encender árboles. El gobierno intenta alegrar algunas calles con luces donadas e incluso un árbol de navidad comunitario, pero hay que mirar hacia arriba para que la luz de esas estrellas borre pensamientos tan básicos: la carne de cerdo, la yuca, la ensalada y los momentos de soledad en las mesas.

Aún faltan días y ya estoy reflexionando sobre la cena de Nochebuena. Penso en la mía y en la de mi familia en La Habana. Recuerdo a mi abuela, lo mucho que disfruta los turrones y el chocolate. Pienso en los precios en Cuba, en el MLC, en las filas y en la escasez. Intento no pensar más y enviar algo de comida a Cuba, aunque sé que no podré abastecerlos completamente, pero con la imagen de sus sonrisas grabada en mi mente.

Este año he decidido celebrar por mí y por ellos. La alegría de mi madre al ver los adornos en mi casa compensa las tristezas acumuladas. La felicidad de mi abuela con sus turrones supera la nostalgia de tenerlas lejos. La posibilidad de alegrarles una de nuestras épocas favoritas del año desde aquí hace que todo valga la pena.

Sé que soy afortunado y que mi familia podría considerarse “privilegiada”, y precisamente por eso no dejo de pensar en las implicaciones de ese “privilegio”, en todo lo que hemos tenido que sacrificar para que mi madre y mi abuela vivan la Navidad como se merecen. Reflexiono sobre los sacrificios y analizo los motivos, tanto los míos como los de muchos otros.

Este año he comprendido que no celebro la Navidad por lo que poseo; la celebro por lo que me ha faltado y por lo que falta a muchos. La celebro por lo que puedo ofrecer a mi familia, aunque sea poco y a través de una videollamada. Y sobre todo, la celebro porque necesito mantener la esperanza de que, en un futuro no muy lejano, mi Habana y toda Cuba volverán a brillar de nuevo.

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