La Habana a bordo de un bicitaxi

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Fotos: Manuel Larrañaga

Texto: Martin Batista

La Habana es una ciudad compuesta por muchas otras ciudades. Un paisaje que podría estar en una revista o una selva que solo se revela al explorar sus rincones más ocultos. La Habana es, en esencia, una elección. Cada persona decide con qué faceta de la ciudad se identifica y actúa en consecuencia.

Nací en La Habana un día de mayo en una época en que la ciudad era diferente. La gente vivía en la burbuja del campo socialista, y los soviéticos eran nuestros hermanos en la distancia. En esos tiempos casi todos compartíamos las mismas experiencias: viajábamos en ómnibus, generalmente abarrotados, o en taxis que, por lo menos, tenían cierta constancia en su recorrido por las calles de la capital. Hoy, el telón de fondo ha cambiado, pero muchas escenas permanecen inalteradas. Las guaguas siguen llenas de gente y, desde hace algunos años, los almendrones y otras formas de transporte han entrado en la red de movilidad.

Al regresar a la ciudad tras mi estancia en Europa, noté un nuevo tipo de vehículo. No parecía muy cómodo, pero estaba convencido de que era ideal para descubrir el lobo feroz que habita en los barrios más humildes que desafían los clichés y los estereotipos desgastados.

Una tarde de agosto, me detuve a captar algunas fotografías y observar los bicitaxis, manejados por choferes de piel curtida que utilizan más su voluntad que su fuerza. Pensé que este medio de transporte era el perfecto para los turistas que realmente deseen conocer La Habana, aquellos que no se dejan llevar por el protocolo de la superficialidad y los clichés de una ciudad que a menudo solo existe en su interior.

Aquella tarde en la calle Prado, charlé con varios bicitaxistas, como se les conoce popularmente. Me contaron cuánto les costó adquirir su transporte, las tarifas según las distancias recorridas, sus enfrentamientos con la policía, y el esfuerzo físico que implica llevar a los pasajeros. Estos choferes son los encargados de mostrar los paisajes más ocultos de la ciudad tanto a cubanos como a extranjeros. Le pagué 4 cuc a uno de ellos para trasladarme desde Prado hasta el Barrio Chino y luego hacia el Capitolio. Esto ocurrió hace unos 3 años; el negocio, aunque no estaba en su mejor momento, tampoco estaba tan mal.

Los conductores me aseguraron que les alcanzaba para “vivir” y cubrir los impuestos correspondientes. Aquellos que eran dueños de sus bicitaxis obtenían mejores ingresos, mientras que el resto debía pagar un porcentaje del alquiler a los propietarios, aunque al final del día, también lograban ganancias.

Los turistas observaban con curiosidad estos vehículos, algunos de los cuales parecían un tipo de Frankenstein sobre ruedas. En mi primer viaje, le pedí el número de celular al chofer, un hombre de unos 45 años llamado Frank. Quería conocer mejor las dinámicas entre los bicitaxistas y cómo era su vida diaria pedaleando por las calles de La Habana.

En otra ocasión, llamé a Frank para un viaje espontáneo. Mi ruta era desde la calle Obispo hasta la tienda Carlos III, donde me esperaba un amigo de visita. Frank había cambiado a un bicitaxi más llamativo. En su parte trasera, tenía fotos del Che Guevara junto a carteles publicitarios de negocios privados. Cerca del timón, una gran bocina reproducía música de Bob Marley, acompañada de un juego de luces azules y rojas que giraban en todas direcciones. Parecía una discoteca. La gente nos miraba al pasar, y los turistas se detenían a capturar en fotos ese artefacto. El chofer sonreía y saludaba; para él, aquel espectáculo era lo más normal del mundo. Decidí no intentar confirmar el lugar de encuentro con mi amigo, pues era imposible realizar la llamada, y continué disfrutando del reggae mientras tarareaba la letra de No Woman, No Cry.

Estaba convencido de que no hay mejor manera de conocer la ciudad que a bordo de un bicitaxi. Con Frank ya habíamos forjado una amistad. En uno de nuestros viajes, me contó que se había graduado de veterinario, pero había dejado su profesión para aventurarse en los bicitaxis. Compartía su historia de vida, entremezclada con anécdotas de sus recorridos por La Habana, repletas de sexo, prostitución, drogas, deslices matrimoniales y borrachos a quienes, por su condición, se había visto obligado a rechazar para evitar inconvenientes.

Los bicitaxis ya forman parte del paisaje urbano de La Habana, junto a los famosos almendrones. He visto vehículos similares en otros países, pero ninguno presenta las peculiaridades de los transportes que circulan en la capital cubana. Tienen la admirable capacidad de navegar por las calles más irregulares y acceder a lugares donde ningún otro medio puede llegar. Los choferes siguen sus propias reglas para no interrumpir el trabajo de los demás ni ”robarse” a los pasajeros. Sin embargo, a veces algunos las infringen en busca de más ganancias y, a menudo, eso les cuesta el rechazo del grupo, que se rige más por el código de los hombres que por el de la ley.

Recientemente volví a La Habana en plena pandemia. La ciudad parece un cadáver o un ser que agoniza. La soledad invade los parques, donde antes niños y jóvenes jugaban al béisbol o al fútbol, las parejas se besaban y los adultos mayores compartían recuerdos. La vida pública se ha reducido considerablemente. Sin embargo, en lugares como Centro Habana aún resuenan los mismos gritos de antaño, algunas peleas callejeras y las largas colas que han llegado para quedarse.

Busqué a mi amigo bicitaxista en su estacionamiento habitual de la calle Prado. Al preguntar por él, recibí una noticia que, a pesar de las circunstancias, no esperaba. Frank era un hombre fuerte, sin problemas de salud, y con una condición física envidiable, resultado de tantas horas de esfuerzo. “Murió de Covid”, me dijo uno de sus antiguos compañeros con un tono de resignación, como si hubiera aprendido a convivir con la muerte. Lo lamenté profundamente; era un buen hombre que había sabido sobrevivir en La Habana, montado en su bicitaxi, enfrentando todas las historias duras de esta ciudad que él conocía como nadie.

Realicé el trayecto con otro chofer, quien me llevó hasta la Avenida del Puerto por 100 cup. Durante el viaje, conversamos sobre las recientes protestas, sus emociones encontradas aquel día y cómo había tenido que actuar “con cautela” para evitar ser detenido por la policía. “Todavía tengo un par de amigos presos”, recordó.

Aparentemente, la ciudad no ha cambiado en su superficie, pero sí ha transformado el espíritu de miles de habaneros y propiciado nuevos diálogos a raíz de la tensión acumulada. Estos choferes de la subsistencia, hombres como mi amigo Frank, continúan saliendo a buscarse la vida con sus bicitaxis, que, bajo el sol ardiente del mediodía, se calientan tanto como esta ciudad que ahora es La Habana.

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