Lo que no le revelaré a Dios… pero sí a mi psiquiatra | Cuba Noticias 360

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Texto: Martín Batista

No hace falta que me lo digan. Estoy consciente de que lo que más han añorado durante este periodo que todos quisiéramos borrar del calendario, cuando las vacunas lo permitan (si es que lo hacen). Los bares, las playas, las discotecas, los encuentros casuales, las miradas atrevidas en una fiesta de reguetón. En fin, que a pesar de la crisis prolongada, antes salir de noche tenía un ambiente agradable y ahora es complicado incluso mirar a los ojos a una chica (o chico, quién sabe) que logre captar nuestra atención en medio de esta nueva prisión que se ha vuelto nuestra vida cotidiana. Les confieso que yo también echo de menos lanzarme en esa piscina de emociones que era tan accesible hace solo unos meses.

No obstante, lo que más anhelo es volver a reunirme con los amigos, disfrutar de un par de rones en cualquier cafetería y hablar, ya saben, de esos temas que casi todos los cubanos comparten tanto en Cuba como en cualquier otro bar del mundo.

Recientemente, vi en la televisión a una psicóloga dando consejos sobre cómo soportar lo mejor posible la pandemia, sobre cómo mantener un ambiente familiar tranquilo, instándonos a escuchar esa voz interna que nos dice que esperemos un poco más, que la cuenta que debemos saldar con este virus no durará para siempre. La observé atentamente durante un rato. La periodista le formulaba preguntas sobre temas poco claros debido a su forma de hablar. Ella, con unos 50 años muy bien llevados, respondía con una calma y serenidad que me hizo pensar que estaba en una consulta real. No en una de esas pequeñas habitaciones con cuatro paredes que dan un poco de miedo. No. En una de verdad, una “yuma” como dicen en el barrio. Me imagino en uno de esos consultorios que se ven en las películas, con sofás cómodos, cojines y almohadones que invitan tanto a un momento íntimo como a una siesta. Te tumbas y la psicóloga te habla, te pide que le cuentes tu vida y, en medio de esa narración, uno llega a relatar hasta lo que no ha vivido.

Un día vi un documental sobre la hipnosis. El psiquiatra realizaba una o dos maniobras con las manos y dejaba al otro en un estado de confusión total. Sin conciencia ni capacidad de respuesta. Un zombi. El sujeto compartió historias de su vida que ni siquiera pronunciamos en un confesionario. Por Dios. Eso me dejó impresionado. Me convencí de que nunca me dejaría llevar por una propuesta médica como esa. Pero quizás lo reconsideraría si me encontrara en uno de esos grandes consultorios, con su mobiliario, su música ambiental de fondo y una psicóloga vestida profesionalmente y con un cuerpo envidiable. Los estereotipos, como ven, muchas veces juegan a nuestro favor, aunque digamos que los rechazamos.

Con los amigos no hay secretos que valgan. Ahí uno cuenta todo. Nunca lo admitimos, pero en esos círculos del séptimo cielo se dibuja la escena con el más increíble detalle. Y si ya el alcohol ha hecho estragos, el efecto se multiplica. Ya saben a lo que me refiero. Pero esos asuntos no escapan de ese círculo de confianza. Al menos esa ha sido mi experiencia; no sé la de ustedes.

No hay conversación en la que no se hable de «la cosa». Se discute con más fervor que sobre las relaciones con las novias, los coqueteos o sobre las mujeres que pasan por el Vedado mientras se calienta la garganta. La cosa, digamos, es el gobierno y hablar sobre ello se ha convertido en el deporte nacional, después del béisbol y la “lucha”, por supuesto. Antes se comentaba como si estuviéramos conspirando. En voz baja. En susurros. Pero ya el silencio se ha convertido en un vestigio del pasado para muchos. Caiendo como una ropa vieja y anticuada. Al igual que las camisas Yumurí o los “tacos suecos”. Ahora uno puede escuchar a alguien gritar cualquier frase antigubernamental en el calor de una guagua o en una discoteca. Y la gente sigue en lo suyo. Normalmente, diría el reguetonero.

Por eso es que extraño los encuentros con los amigos. Tanto en La Habana como en Miami o Madrid. El lugar no es lo relevante. Lo importante son los amigos, las amigas, el “piquete”. El tiempo de calidad que se pasa con personas que se conocen al dedillo, como si cada uno hubiera parido al otro.

Una vez, en un pequeño bar de La Habana, ocurrió algo muy curioso. Año 2000. Salimos de la universidad y fuimos a buscar cerveza. Cualquier cerveza. Manacas, Cacique, Cristal, Bucanero… La que fuese. Nos sentamos en una cafetería deteriorada frente a la beca de F y Tercera. Eso era impresionante. La beca, quiero decir. Antes habíamos pasado por el Bodegón de Teodoro, bajando por la Colina, en la calle San Lázaro. Vacío. Solo un borracho estaba exprimiendo el alma de un “planchao”.

En el bar había cerveza fría a raudales. A 10 pesos la botella. Una, dos, tres, cuatro. En el camino hacia la quinta, se sentó un grupo de chicas muy jóvenes cerca de nosotros. Las miradas, las risas, los guiños. La conversación dio un giro radical. Pasamos del centro político al diseño de la conquista. Con seis Manacas en el cuerpo, uno se levantó y se acercó a la otra mesa. Había sido modelo de La Mason y era el que siempre tiraba del carro en estas “oportunidades”. Se acercó, dijo tres palabras y nosotros, en la retaguardia, pasamos de la sorpresa a una risa casi epiléptica sin escalas. El grupo de amigas lo miró de arriba a abajo. Y una de ellas le mencionó el nombre de su esposa antes de preguntar cómo estaba. Se puso pálido. La sangre le bajó a los pies. La lengua se le enredó. Parecía a punto de sufrir un ataque. Regresó y se convirtió en objeto de nuestras burlas más crueles. Eso solo sucede entre amigos, entre personas que se quieren, aunque a veces haya desacuerdos.

Ahora eso es solo un recuerdo. Los casos de Covid se multiplican y cualquiera conoce el nombre de un muerto o de alguien que está en una terapia intensiva en un hospital. Los amigos en Cuba nos comunicamos a distancia. Por teléfono, Facebook, Telegram, WhatsApp. Pero nada se compara con esas conversaciones, acompañadas de alcohol, que teníamos antes de la pandemia. Ya lo he pensado. Trataré de borrar este capítulo pandémico de mi historia. De mi vida. Aunque para ello tenga que recurrir a la hipnosis en una de esas consultas que no aparecen en las películas. Al menos espero que me toque una buena psiquiatra o psicóloga que me pida que le cuente mi vida, que le confiese todo. Quién sabe qué podría pasar después…

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