Mujeres durante la Pandemia (2) | Noticias de Cuba 360

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Texto: Martin Bartista

La distancia se siente como una lápida. Es un engaño. Provoca en el cuerpo la misma sensación que se experimenta al sentirse ahogado. Sin poder respirar. Uno ahí, en medio del océano, luchando como un pez para que los pulmones no colapsen, sin que nadie venga a rescatarte. Quizás alguien desde la distancia te nota, pero no le importas lo suficiente o piensa que solo estás jugando. Te das cuenta de que estás terriblemente solo. Te salvas o te mueres. No hay otra salida. El agua se filtra por tu boca, tratando de arrastrarte al fondo. Solo depende de tu fuerza de voluntad seguir avanzando hacia la orilla o rendirte y acabar devorado por los peces, después de renunciar, definitivamente, al oxígeno. A esa concatenación de circunstancias que es la vida.

¿Qué es la vida? Algunos dirán que es una carga, otros que es el bien más preciado, y así hasta que un domingo llegan dos religiosos a la puerta de tu casa para decirte que tu vida le pertenece a Dios. Está bien. Yo no creo en Dios, pero los escucho. Les abro la reja en calzoncillos sin darme cuenta. Me pongo un short. Me preguntan si puedo escucharlos cinco minutos. Los invito a pasar. Les ofrezco café. Me dan su charla y se van. Dejan unos folletos sobre Dios, la vida y la inmortalidad encima de la mesa. Los miro y los coloco en un rincón de un estante que no ordeno desde que mi última novia me ayudó. También se llevó algunos libros después de que rompimos y nunca me los devolvió. Una edición de lujo de El Quijote y otra de “La insoportable levedad del ser”, de Kundera.

Desde hace mucho tiempo no tengo buenas relaciones con Dios. Mi primer enfrentamiento con Él fue cuando una novia de la secundaria, una trigueña con unas curvas impresionantes, me fue a ver a mi unidad del servicio militar para entregarme un libro dedicado en la portada donde decía que me amaba, pero que ya le pertenecía por completo a Dios. Se despidió y me dijo que Dios tenía grandes planes para mí. Al menos durante esos dos años de uniforme no vi pasar ninguno. Y lo más doloroso es que Dios se llevó a mi novia con las curvas que me deslumbraban y unos 17 años llenos de hormonas. Esa noche, en medio del turno de vigilancia, con un AKM al hombro, un cinturón repleto de balas y un frío que calaba, lo mejor que hice para matar el tiempo y el clima fue recordar aquella vez que tuvimos sexo en una esquina del monumento a José Miguel Gómez, allá en una madrugada del 2000 en el Vedado.

Los religiosos llegaron en un momento inoportuno. Acababa de tener una discusión por Telegram con la chica que, como les conté la semana pasada, conocí en La Habana hace un mes después de un largo período sin encontrar a nadie que me moviera el piso, como dicen las chicas jóvenes en los bares o en la Fábrica de Arte. Las oigo y me río. Además, suelen decir que tuvieron un novio que las abandonó por otra, y también me da risa la palabra porque me recuerda las conversaciones de la secundaria.

No hay nada peor entre nosotros que las discusiones virtuales. Quiero escribir más rápido que ella, intento que se dé cuenta de que lo que está haciendo es un disparate, pero ella se impone o se molesta. Asegura que la vida es un dilema de elecciones. En ese punto no tengo nada que objetar. Tiene toda la razón. La vida está diseñada para eso, para elegir lo que uno quiere hacer con ella. Le comento, tratando de suavizar la situación, que cada elección tiene consecuencias. Ella me manda uno de esos emoticonos que no dicen nada pero lo dicen todo. Las cosas no han estado muy bien en los últimos días. O sí. No estoy seguro. A veces he intentado escaparme por la escalera de emergencias. Ella también. Pero creo que, a pesar de todo, es útil hablar porque el silencio es lo opuesto a la vida.

Lo que realmente es una carga son las discusiones por internet. No hay tonos, ni rostros enfurecidos, ni frases del tipo “vete para la p… y no regreses más”, aunque al día siguiente vuelvas y la tarde sea como una luna de miel.

Las cosas no han estado bien porque ella decidió irse con su ex que vino de viaje. Le propuso acompañarla a uno de esos paquetes turísticos todo incluido hacia Dominicana. De tanto que ofrecía el paquete, incluía incluso un concierto de reguetón de un tipo que no conozco. Ella dice que no le gusta el reguetón, pero me ha enseñado fotos de ella junto a amigas en bares con traseros que parecen querer salirse de las pantallas en medio de un video de Maluma. Todos esos bares donde abundan las personas que buscan compañía. Si te ven con pinta de extranjero, una se te acerca y luego otra para sacarte conversación, pedirte fuego o algún trago. Lo mismo con las chicas. Sex on the beach era el favorito de una que conocí un sábado por la noche, pero nunca pasó nada. Estudiaba en el tercer año de la Universidad y me dijo que hacía eso solo por diversión. Su idea de la sexualidad era disfrutar, experimentar, conocer todo tipo de hombres. Me parecía una locura, pero luego pensé que los hombres tenemos mucho que aprender de las mujeres. Tal vez, pensé, también me está utilizando, pero no le di demasiadas vueltas al asunto.

Hubo un tiempo en que frecuentaba esos ambientes nocturnos hasta que me di cuenta de que solo estaba allí por aburrimiento y cuando regresaba a casa sentía que me estaba desgastando, que eso no conducía a nada, que simplemente estaba observando a dos o tres mujeres hermosas bailando y escuchando a un grupo de tipos hablando tonterías y mostrando sus músculos y marcas.

Desde mucho antes de la cuarentena no voy a los bares y a veces me pregunto qué estarán haciendo las trabajadoras sexuales para ganarse la vida. Quizás están ofreciendo algún servicio a domicilio como esos emprendimientos que surgen en La Habana para gente con dinero. Prostitutas express o algo así. No está mal. Le da vida a la ciudad que se muere de aburrimiento y puede ayudar a reducir la violencia de algunos en casa debido a las frustraciones sexuales acumuladas en el matrimonio o la pareja.

A la chica de la que me enamoré en menos de 15 días en La Habana le prometí enseñarle a nadar y a montar bicicleta. Todo eso antes de que llegara el bárbaro y la invitara a Punta Cana. Me dijo que solo van como amigos, que son solo unos días y que regresa. Ella sabe cómo pienso. Y decidió correr el riesgo. Ahora mismo debe estar ahí con alguien que fue su ex y que la mira con deseo. Como un animal en celo. Me consuela pensar que ellos no van solos. Y me río de mí mismo cuando pienso en eso, tratando de cambiar el enfoque de lo que podría suceder. La mente puede armar toda una historia para mitigar el desconsuelo.

Era un grupo de amigos en común que se reunieron en Dominicana. No les importó la pandemia ni los casos de coronavirus, ni los posibles contagios. Lo suyo era recorrer la ciudad, disfrutar de los restaurantes y terminar en el concierto de la playa.

A mí me preocupa lo que suceda porque ella tiene certezas confusas. Atiende más a sus emociones que a la razón, según me ha contado a través de Internet desde que nos conocimos por asuntos de trabajo y nuestra relación fue a más. No dejamos de comunicarnos por Telegram a cualquier hora. Durante su viaje, me ha preocupado más su actitud de irse que la acción en sí o lo que pueda suceder. Porque su ex regresará a Miami y ella a La Habana. No saldrá nada nuevo de ahí. Sin embargo, decidió aceptar la invitación. Él le dijo que quería tener un gesto porque en la relación había fallado, había sido una mala persona, un hijo de puta.

No sé si ella seguirá siendo la misma persona después de un mes de conocerme. En ese tiempo hemos hablado de todo y he intentado explicarle mi visión de la vida. De las relaciones humanas. Pura especulación existencial.

Hablando claro. Ella solo tiene de mí un recuerdo, unas miradas, una foto, su imagen junto a la mía frente al espejo de su cuarto, unas cuantas promesas, nuestras conversaciones virtuales, mi olor que poco a poco se desvanece y nada más… Hoy me mostró que se llevó como recuerdo mío una tarjeta que dejé en su casa. Un detalle que me alegró la tarde. A veces hablamos y coincidimos en muchas cosas. En otras, interpreta mis palabras que ya coincidimos de maneras diversas y me pregunta si tengo una doble personalidad. Entonces se le amarga el humor y cualquier tontería la molesta. Es propensa a las reminiscencias del pasado y le cuesta tomar decisiones. En su cabeza se cruzan la incertidumbre, el miedo y esas preguntas como ¿Qué pasará si hago esto? ¿Quién será realmente ese tipo que apenas conozco? ¿Por qué se interesa en mí de esa manera?

Todos sabemos que son preguntas cubiertas por la niebla. Le digo que la única manera de responderlas es en la práctica. Cuando nuestros estados de ánimo se sincronizan positivamente, la relación es un lago de felicidad. Pero cuando sale a relucir alguna palabra mal dicha, mal interpretada o mal enfocada, eso se convierte en un terremoto. San Francisco 1906. Una maldita caja de Pandora. Regresa el miedo, la contención, la duda, y se pierde la lucidez y la esperanza impulsada por los recuerdos de unos días breves, pero intensos. Días que, les aseguro, no carecieron de felicidad.

Ella tampoco ha tenido fácil desprenderse del pasado. Lo persigue como uno de esos tipos que siguen a las mujeres en la noche o que se acercan en el cine para hacer cosas inapropiadas. Una vez presencié una escena así en el Chaplin y no pude evitar reír. Le dije a una futura novia que se cambiara de asiento porque tenía un tipo al lado haciéndose lo que no debe. Ella, en cambio, se le plantó y le preguntó si podía ayudarlo. El tipo salió corriendo y me dio risa como a un niño.

El hecho es que hay tipos que no saben cuándo parar. Se convierten sin querer en cosas ridículas, en víctimas de sí mismos. Bolaños decía que en la vida hay que tener prudencia para no convertirse en un cerdo. Tiene razón. Porque cuando perdemos esa prudencia nos transformamos en caricaturas. En malas caricaturas.

Le escriben tipos que se quedaron atrapados en un recuerdo del pasado y no saben superarlo. O no se esfuerzan. Tienen que mirar sus cartas y darse cuenta de que ya no tienen nada entre las manos. Los comprendo. En alguna ocasión pasé por eso en la universidad. Me dejó mi novia por un profesor y perdí cerca de 20 libras. Caminaba unos 2 kilómetros para llamarla a su casa. Todos los días. Ella me contestaba con cariño, educación, hasta que finalmente entendí que no había nada más.

Hay un momento del día en que la comunicación se vuelve intermitente. Me envía algunas palabras y se demora en contestar. Ya por la noche hablamos durante varias horas. Ella me cuenta sus sueños, su trabajo, su día y me dice que todo está bien, que al regresar le tocarán cinco días de aislamiento y después nos veríamos. Sabe que la espero a pesar de mi desconfianza y mis certezas inconclusas.

Hace unos días se cortó el Internet. Pensé que era en Cuba porque ya sabemos que el gobierno interrumpe el servicio cuando hay algo que no les conviene, que no se ajusta a su estrecho marco político. Estábamos usando esa aplicación porque mi proxy para Telegram había expirado. Pero no. Fue en todo el mundo, dijeron las noticias. Respiré. Cuando volvió, tenía un mensaje de ella diciendo que su ex estaba con una mujer. Que ella y él habían quedado como buenos amigos y que no pasó nada de sexo, como me prometió en La Habana, aunque afirma no creer en promesas. Nunca se sabe qué podría pasar, repite a diario.

De todos modos, siempre me cuestiona mis conceptos de fidelidad o exclusividad. Me dice que no somos pareja y que debe respetarse el tiempo de cada uno. También dice que soy antiguo. A veces lo dice en broma, otras no tanto.

Ella me habla de sus experiencias del pasado y a veces la conversación sube de tono. Se aviva con alguno de esos juguetes sexuales que compró en una sex-shop y que me gusta controlar desde la distancia. Es un dispositivo de color rosa con doble penetración. La vendedora le explicó cómo usarlo. Normal. Como si fuera una pastilla para el dolor de cabeza. El mundo está loco, pensé. O quizás realmente soy un antiguo. Un dinosaurio. Después le dije, mami, explícame cómo funciona para comenzar a jugar y acortar esta distancia, que es una carga. Una maldita lápida que viene incorporada al tiempo y que seguimos tratando de quitar de encima. Y hasta ahora nos mantenemos con vida, aunque aún no sabemos si en algún momento tendremos que nadar cada uno por su lado para no ahogarnos.

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