Fotos: Jorge Luis Borges
Texto: Jorge Suñol
La alarma me lo indica, me lo canta, es Van Van: “Nadie quiere a nadie, se acabó el querer”. Lo sé, es un estribillo sombrío, pero mi amiga ha decidido usarlo, como si de esta manera pudiera sufrir más, sentir más la falta de “vida social” (entiéndase como una sucesión de fiestas, cafés, playa, piscina… y viajes).
Lleva días con esto, levantándose con el temita, como un tatuaje matutino, la cafeína obligada. Y yo, que a veces me quedo en su casa, hoy amanecí con un sobresalto, que para qué. Enseguida le explico.
Obvivo el mensaje claro de la falta de cariño vanvanero y solo me concentro en ese ritmo que proviene de aquella bocina. A veces me pongo a bailar, y así, cuando abro los ojos, me invade una locura, para asegurar que el día venga con energía y que lo malo se aleje, hacia allá, hacia allá… Y ella, enredada en las sábanas, se une a lo mismo. Resulta que la alarma “sin afecto” ha cumplido su función: despiértense todos.
No hablaremos aquí de desamor, aunque podría decirse que lo que ocupa estas líneas es una de sus consecuencias. La gente, cuando no ama, suele volverse insensible, dura, un poco fría. Generalmente, lo repito.
Aquellos que aman y son amados, llenos de placer y cariño, se convierten en personas excesivamente amables, muestran sus sentimientos, sufren cuando no están cerca de lo que ha alegrado su tiempo. Y ahí está el dilema, en sufrir, sentir el dolor de algo que ya no está, o que anhelas, en llorar cuando estás triste o te sucede algo inusitado. Sin embargo, algunos olvidan esas heridas, se ponen escudos, se vuelven indolentes.
La indolencia invade la sociedad, se infiltra en oficinas de directivos y subordinados, en colas, horarios laborales, guaguas cotidianas. Ha llegado para que la gente haga las cosas por hacerlas, sin ánimos, ni creatividad, sin esfuerzo; ha llegado para que la negligencia y el incumplimiento de las obligaciones se hagan comunes. Y eso, merece -cuando menos- un llamado de atención.
Se ha catalogado a las personas indolentes como apáticas, perezosas, insensibles a cualquier conmoción. Para esclarecer el asunto, representa lo opuesto a la solidaridad, la empatía, el apoyo, que une a los individuos de una sociedad o familia.
Seguramente has llegado a cualquier lugar, de cualquier naturaleza, y la persona que te atiende; ya sea porque tiene un mal día, o porque no le están pagando lo que le deben, o porque simplemente no tiene ganas de trabajar, le importa poco ser eficiente en lo que hace; te trata mal, ofrece un mal servicio, es irrespetuosa… Este panorama es común, y claro que el cliente sufre.
Se habla mucho sobre compromiso, muchas consignas adornan paredes, muchas alabanzas a la calidad y la sostenibilidad, pero una sociedad, un país, no se puede construir cuando a la gente le da lo mismo ocho que ochenta; cuando la inercia contamina la ciudad, cuando el reguetón resuena a las 7:00 am a niveles ensordecedores. Este tema tiene mucha tela que cortar, de todos los colores y todos los tipos. Abarca niveles objetivos y subjetivos, es evidente.
También habría que reflexionar sobre por qué algunas personas han adoptado esa actitud, analizar las condiciones laborales, las relaciones humanas con los demás trabajadores, los estímulos, o la falta de estos, en fin, mediaciones. Sin embargo, todo ello no justifica que cada quien, desde el lugar que ocupa, deba hacer lo que le corresponde, y hacerlo bien, dedicarse, asumirlo.
Puede que un día aceptes un pinchazo de algún indolente. Pero cuando esto se vuelve cotidiano, es deber levantar una denuncia, unas líneas atentas, una alarma, que despierte a aquellos que parecen tener un corazón de piedra y no sufren ante el dolor ajeno, ni ante su propio dolor.
Ya se lo dije a mi amiga: ¡Cambia esa alarma, mi chuli! Y ella, insiste, hasta que tenga novio, como si quisiera torturarse. Ya vendrán los días en que despierte con canciones cursis, y entonces contaremos otra historia. ¿Sentiste algo?