Desviaciones | Relato Dominical

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Foto: Yoilán Cabrales Gómez

Texto: Martín Batista

Mis últimos dos días han sido complicados. Fui a un cuerpo de guardia, donde me realizaron dos análisis para medir mi nivel de azúcar y luego me enviaron, por mi cuenta, al Calixto García. Era cerca de las 11 p.m. y ya no había taxis privados disponibles debido a la cuarentena. Revisé en Revolico y en mi celular algún número de chofer, pero todos decían que no podían arriesgarse con la policía por un trayecto tan corto; necesitaban algún tipo de permiso. Es decir, los 200 pesos que ganarían no valían la pena para llevarme del Cerro hasta el hospital. Quizás si les hubiera ofrecido 500 o hasta 1000 cup, la situación habría sido diferente. Pero mi corazón no tiene un precio tan alto y el cuadro clínico no era lo suficientemente grave, ya que, de haberlo sido, habrían llamado a una ambulancia en el policlínico. Digo esto porque, con la situación actual y el aumento de la pandemia, nunca se sabe.

Decidí regresar a casa, encender el aire acondicionado y dedicarme a mirar el techo. Mi cuerpo era como un pantano en el que podía hundirme en cualquier momento. Las gotas de sudor frío y pegajoso corrían por mi abdomen, espalda y brazos. Si alguien me hubiera tocado en ese instante, hubiera pensado que acababa de terminar una maratón. Sin embargo, la verdadera maratón estaba en mi mente. Estos días se asemejan a la carrera que los atletas entrenan durante cuatro años para el ciclo olímpico. Todos saben que quien se atreve a correrla sin estar preparado no llega ni siquiera a la mitad. Más o menos eso es lo que me ocurrió: me metí en una carrera personal de larga duración en el momento inapropiado. Y mucho menos cuando no hay carros disponibles para llevarte a un hospital a medianoche.

Sentía que mi corazón estaba a punto de salirse del pecho y apenas podía moverme. Ni pensar en levantarme. Todo giraba a mi alrededor, como le ocurre a la futura esposa de Forrest Gump cuando se asoma al balcón, llena de LSD y alcohol. No se lanza. Se balancea un poco, extiende los brazos como un ave y observa el cielo, como lo hice yo ayer, mirando el techo durante casi 30 minutos.

Para intentar enfocar mi atención en el techo, busqué uno de esos discos de Lana del Rey, que sirven tanto para crear momentos de pasión como para rendirse ante la tristeza. Aunque a veces son lo mismo, depende de la persona.

Puse una serie en la televisión, alguna película, pero apenas duré 10 minutos con la pantalla encendida. Seguí mirando el techo y me sentía atrapado en arenas movedizas. Mi cabeza giraba como si estuviera en una de esas pequeñas embarcaciones que prometen llevarte de un lado a otro, pero que en realidad no te mueven de tu lugar habitual.

En ese momento, pensé en la gente, en la ética, en esa línea que supuestamente separa a las personas buenas de las malas. A veces he sido un hijo de puta; en otras, creo que no he estado tan mal. Esa fue, básicamente, mi primera y casi estúpida conclusión al repasar el recorrido de mi vida que me llevó a sentirme así esa noche con la cabeza como un tiovivo. Ahora mi cuerpo se sentía como una jungla húmeda y sofocante, y mi mente, como la niebla. Llena de ideas basadas en los principios más básicos de las relaciones humanas y en el significado que cada uno les da a esos vínculos que nacen de necesidades insatisfechas, de los vacíos del cuerpo, de ese monstruo violento que todos llevamos dentro, pero que algunos logran sacar a pasear con más facilidad que otros.

Reflexioné sobre las perversiones humanas. También me pregunté si tenía sentido escribir esta nota o compartir mis impresiones sobre esa conversión hacia, digamos, el lado oscuro, porque casi todos tenemos claro lo que estamos dispuestos a arriesgar por la fugacidad de 5 minutos que luego se convierten, de alguna forma, en uno de esos vasos desechables. Nos enseñan que estamos vacíos por dentro y que solo podemos aspirar, debido a nuestra condición, al placer engañoso de esos cinco minutos. A la fugacidad. Aunque, para ser honesto, hay personas para quienes la vida se reduce a ese breve lapso de tiempo.

Cada uno tiene más o menos claro de qué está hecho y hasta dónde es capaz de explorar su propia naturaleza. No obstante, hay quienes reciben ese mensaje de manera confusa, como si se encontrara debajo de una piedra. Las perversiones humanas están muy ligadas al sexo. Al deseo incontrolable de experimentar algo que ya saben cómo funciona, pero que es como una de esas canciones que no se nos quita de la mente y que queremos volver a escuchar. Freud decía que la principal característica de la sexualidad humana es su carácter perverso. Bien, ese lado oscuro es indudablemente atractivo y, a su vez, es un laberinto.

He vivido historias sexuales intensas, pero cuya única perversidad ha sido el inmenso placer del momento. El clímax. Los gritos. Los orgasmos. Las mujeres que alcanzan el placer de una manera similar a los hombres. Eso tiene un nombre, pero no lo recuerdo. En fin, nada del otro mundo. También he participado en situaciones en las que era consciente del daño que podía causar a terceros, es decir, al novio o esposo de la pareja. No han sido muchas, pero la memoria tiene su función.

El abanico de las perversiones sexuales es tan amplio como los sentimientos humanos. Antes de entrar a la universidad, asistí a una escuela donde, si aprobabas todos los exámenes, podías elegir la carrera que quisieras según tu mérito. Era uno de esos programas, ya desaparecidos, donde los exsoldados cumplían con la Orden 18. Éramos alrededor de 400 hombres y solo tres mujeres. Una de ellas se sentó detrás de mi mesa en el aula.

Un día, me confesó que se sentía locamente atraída por mi cuello. Así, literalmente. Eso, en un inicio, me pareció bastante extraño, pero cada uno tiene, como sabemos, mil maneras de excitarse. Brevemente sucedió algo de lo que imaginas. Nos metimos en una aula, me hizo sexo oral y eso fue todo, porque luego perdí el interés. Se volvió aburrido, ya que solo hablaba de lo que me haría o de no sé qué posición sexual.

Conozco a un amigo escritor que sabe mucho sobre esto. Como si Freud hubiera pensado en él al elaborar su teoría. Pertenece a la comunidad swinger y sus historias son de película. Me cuenta que se reúnen en casas 5 o 6 parejas y se intercambian hombres y mujeres, teniendo relaciones como animales. A él le gusta compartir esas intimidades como si hablara de béisbol. Una vez quiso involucra a una novia reciente en esos asuntos, y ella se mostró recelosa. Actualmente le va bien con su esposa porque la sigue en todas sus aventuras. A él no le gusta mucho, pero su principal interés es que lo acompañe a esas orgías donde todos participan de manera casi marcial, o en el suelo, las mesas o las sábanas. De otro modo, no encuentra placer. La esposa es simplemente un instrumento para encontrar excitación a través de otros. Es cosificación del sexo. La nada.

Una vez, se le subió el alma a la garganta cuando uno de los participantes en las orgías resultó ser VIH positivo. Respiraron profundamente tras hacerse todas las pruebas y solo se trató de ese caso. Dice que el socio “ponía buena” a su novia y que todos lo extrañaban porque se encendían como fósforos con ellos en la fila. Creo que esta semana lo llamaré para ver cómo siguen esas orgías en plena pandemia, aunque imagino que están detenidas. Sin embargo, sé de personas que se acuestan, ya sean parejas lésbicas, homosexuales o heterosexuales, sin verse en años o apenas conociéndose. Es una suerte de filosofía posmoderna, un culto desmedido al placer, a la rapidez, con sexo sin medir las consecuencias. La filosofía, básicamente, de los cinco minutos.

Un amigo cercano, editor de una revista, me visitó recientemente para contarme sobre una chica que había conocido. Me dijo que durante los primeros 15 días todo iba sobre ruedas, que prometía mucho, pero luego el 90 por ciento de las conversaciones giraban en torno al sexo, a intercambios de parejas y ese tipo de cosas tan comunes hoy en algunos grupos.

Él se encontró, de repente, atrapado en ese marasmo. Me contó que una vez la chica pidió que se grabara en vivo, a través del celular, teniendo sexo con otra mujer, porque eso la excitaba, o que le enviara clandestinamente algún video de él con otra mujer de una de sus relaciones anteriores. El pobre se sorprendió, sobre todo porque eso rompió radicalmente con su sentido de la ética. No dejaba de preguntarse qué pasaría si otra mujer le pidiera un video de él con su novia actual teniendo relaciones sexuales.

Para ella, las cosas eran sencillas. Se trataba de una búsqueda sin un objetivo claro más allá del placer, sin considerar que de la otra parte pudiera haber implicaciones emocionales profundas. En otra ocasión, le confesó algo que él ya presentía. Ella había estado con alguien, pero lo justificó diciendo que solo fue sexo.

No había nada de infidelidad ni engaño. Solo sexo. La alarma sonó en él, especialmente por su sentido ético. Mija, ¿no te das cuenta de que me hacías daño mientras intentaba comunicarme contigo, mientras quería tenerte cerca?, le dijo. Y pensó, ¿cómo es posible que alguien elimine supuestos lazos emocionales con otro, o deje de pensar en el otro, para soltarse y después lo justifique diciendo que fue solo sexo? Si todos fueran así, el mundo sería una increíble orgía, un lugar de «donde te veo, te mato», reímos.

Lo peor es que él ya no se sorprende ni siente que sea un engaño; sabe que con ella todo es posible. Eso siempre es el tiro de gracia. En cualquier caso, es consciente de que la chica lo seguirá justificando y que para ella todo está bien o “fresa”, como dicen los jóvenes.

Efectivamente, las perversiones humanas no se pueden medir de la misma forma para todas las personas. En mi modesta opinión, lo que debería respetarse es no hacer daño a terceros y tener todo bien consensuado, ya sea en parejas de años o en una que apenas empieza o lleva poco tiempo. Así, en un ambiente de confianza, uno puede incluso lanzarse desde el clóset a una cama llena de mujeres deseosas y juguetonas, lo que para mí sería el paraíso de las perversiones humanas. A pesar de lo que pueda decir Freud.

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