Foto: Roy Leyra
Texto: Karla Castillo
En Cuba, hablamos sobre las colas y criticamos el acaparamiento y la labor de los coleros, pero no nos damos cuenta de que muchos, al igual que los cubanos de a pie, terminamos siendo parte de lo que tanto detestamos, lo practicamos una y otra vez. ¿Acaso tenemos otra opción?
La explicación es simple: para sobrevivir, en algún momento debemos hacer todo aquello que se pone en duda. Hay quienes dedican un día completo a esta tarea, y aquí es donde comienza mi historia, la de mi madre y unas vecinas, la de todo un barrio, y que, si estás viviendo actualmente en esta isla del Caribe, también puede ser la tuya.
En el mercado, era necesario estar listo a las cinco de la mañana, justo cuando finalizaba la restricción de movimiento en La Habana, para tener la oportunidad horas después de comprar un módulo, que consiste en productos variados, pero de primera necesidad, como alimentos y artículos de aseo.
La escalera del edificio fue el punto de encuentro minutos antes, donde Yani, la vecina del primer piso que nos informó sobre el módulo, y mi mamá se reunieron.
Salieron poco antes de las cinco, con el corazón encogido por el miedo a recibir una multa de miles de pesos, pero al llegar al lugar, se dieron cuenta de que no eran las únicas en arriesgarse; ya había una docena de personas allí.
Una parte del procedimiento estaba cumplida. Se posicionaron detrás de una mujer que llevaba una blusa estampada. En un equipo de élite que formaron junto a unas enfermeras del consultorio, decidieron hacer un reconocimiento de la zona (tiendas) para ver si aparecía algo más y así ocupar el tiempo hasta las 10 de la mañana, cuando debían regresar para entregar las libretas de abastecimiento, recibiendo a cambio un módulo por cada una de ellas.
Recorrían el área sin un rumbo fijo, y a las 9:30 de la mañana, me uní a su “expedición” (mi abuela había prestado su libreta, lo que nos permitió comprar dos módulos; no nos juzguen, tanta cola no podía ser solo para uno).
Si tuviera que describirlo en una palabra, sería aventura, porque el día estuvo repleto de elementos para serlo: personajes sacados de cuentos de ficción, batallas campales y un verdadero tesoro.
A las 10 de la mañana, el mercado vio cómo se multiplicaba la cantidad de personas que habían estado allí por la madrugada; ya no era una, sino tres o cuatro docenas como mínimo.
“Conmigo vienen cinco más” o “yo marqué para tres” eran frases que resonaban desde diferentes puntos de la cola. El resultado fue un mar de gente, sin tener en cuenta el distanciamiento social, todos amontonados, reclamándose unos a otros quién iba primero y quién después.
Una vez recogidas las libretas, el tumulto se dispersó y cuando alguien gritó: “¡Hay paquetes grandes de pollo en Concha y Luyanó!” todos nos dirigimos rápidamente hacia allí, como si fuéramos zombis apurados.
“¡Despéguense! ¡Respeten el distanciamiento! Aquí tengo los talonarios para las multas y tengo más guardados por si estos se me acaban”, advertía uno de los policías que organizaba la cola, en un tono que decía «no tengo miedo de poner multas».
El límite era de dos paquetes de pollo, cada uno con 20 muslos por persona. Si lográramos conseguirlo, tendríamos comida para varios días, y tanto esfuerzo habría valido la pena. Esperamos casi una hora, pero no alcanzamos.
Después de un tiempo, regresamos al mercado, donde finalmente llegó nuestro módulo. ¿Qué contenía? Un paquete de perros calientes, otro de pollo, dos de detergente y dos bolsitas de aceite. Un pequeño tesoro en los difíciles tiempos que vive Cuba.
Salimos de allí, mi mamá con una bolsa de nylon en la mano y yo con una cajita de cartón donde llevaba uno de los módulos. Miradas curiosas nos seguían. Los curiosos preguntaban dónde habíamos conseguido eso.
Te preguntarás: ¿valió la pena el esfuerzo? Sí, por un par de días fue un alivio para el hogar. ¿Valió la pena arriesgarnos al contagio por la Covid-19? No, ni para nosotras ni para las personas que estaban en esa cola, o en todas las colas todos los días. Cosas efímeras que se agotan a la velocidad de la luz. Sin pollo, sin detergente, sin papel higiénico. ¿Qué precio tiene la vida?