Foto: Jorge Javier Pérez
Texto: Karla Esquivel Báez
Se le llama gorrión. Porque no importa cuánta distancia recorras, él también hará el viaje. Y te hallará, sin importar el cómo y el cuándo, te hallará.
Un día abres la ventana y ahí está. No puedes evitar observar el fondo de sus pupilas negras, intensas: ¡tiene tanto que expresar! Agita sus alas y te trae el sabor agridulce de los recuerdos. De besos sin concluir, del abrazo que deseaste que fuese eterno. De las miradas, esas últimas miradas, ese pacto tácito entre miradas en el aeropuerto.
Se le llama gorrión porque anidará en ti de manera inequívoca, forjará su hogar en tu alma y desde ahí volará contigo por el camino recorrido, esta vez en sentido inverso. Y entonces volverás a estar donde los besos sin concluir y los abrazos que no fueron eternos. Y sentirás el sonido del mar en su danza, contraste contra la roca.
Sabes que, al igual que a la roca, a ti también te moldeó ese mar con el paso del tiempo. Y que hace ya mucho que no perteneces a aquel lugar, pero el gorrión es olvidadizo (o un excelente estratega de la tristeza) y no tiene en cuenta eso.
Recuerdas el día que te miraste al espejo, caminaste por tu barrio, te subiste a un autobús o viste las noticias en la tele y ya no fuiste la misma. Esa realidad no te pertenecía, tenía fecha de caducidad. Sabes del día que los sueños se transformaron y fueron a parar al otro lado del océano. Sabes de la ansiedad, del profundo deseo, de la emoción cuando las dudas se convirtieron en certezas y comenzó la cuenta regresiva hacia el pacto de miradas en el aeropuerto. Hoy el gorrión te pica (o martillea, da igual) la cabeza con imágenes en bucle. Te habla de tu casa, que antes era tu hogar. Y de cómo tuviste que desprenderte de todo y seleccionar lo más importante para que cupiese en una maleta de 23 kg. Y a ti no te preocupó dejar atrás los objetos porque sabías que lo más importante te lo traería luego él en sus alas. Te habla de los amigos, y tratas de recordar ese último instante que compartieron juntos sin la tensión de saber que sería el último. Te habla de tus primos y esbozas una sonrisa al recordar la complicidad y adrenalina en sus travesuras infantiles. Te habla de tu madre, que la ves envejecer en fotos, a la distancia… Te habla del amor, de las risas, de las revelaciones, de los logros, de los maestros que te marcaron, de la vecina que te tocaba la puerta y te saludaba en la escalera, de los gatos del edificio, del perrito que un día rescataste de la calle para descubrir que era él quien te estaba salvando a ti…
Al gorrión le encanta hablar, no tanto conversar, sino desahogar en ráfagas cada instante vivido. Tiene la habilidad para transformar en especial todo aquello que antes te parecía trivial, irrelevante. Te desarma con su discurso y a ti solo te quedan los ojos llenos de mar y el nudo perenne en la garganta, en el corazón.
Eso sí, deberás cuidar de él: no es tu amigo, no es tu mascota, pero es tuyo y sabes que, en el fondo, lo necesitas. No lo alimentes en exceso porque puede hacerte morir de tristeza, pero dale suficiente sustento para que sobreviva a la vorágine de los días que ahora te ocupan. Para que tengas la certeza de poder regresar siempre que necesites recargar fuerzas, y respirar un poco de ese mar, y comprobar, amargamente, que irte fue la mejor decisión que tomaste.
El gorrión te acompañará siempre. Ese es el precio que te deja el tiempo por cosechar bocanadas de vida.